En este mundillo del toreo hay mil frases hechas que se toman como máximas. Ahí tienen esa que dice que lo auténtico es “parar, templar y mandar”. Otra: “torero que no hace la cruz el diablo se lo lleva”. Y luego está la mítica: “los de valor, a mandar. Los de arte, a acompañar”. Y desde hoy hay que añadir: “y los de raza, a maquillar”. Juan del Álamo se empleó a fondo para dar lustre a la hecatombe de Vellosino, de Manzanares y de Morante, aunque éste dejara sus detallitos.
Lo dio todo Juan. Todo. Y al que da lo todo lo que tiene no se le puede pedir más. Sus paisanos lo saben y por eso lo quieren, lo jalean y lo espolean. Son su raza, su ambición, sus ganas, sus ansias las que hacen que el público vibre con él. Estaban los 5.000 espectadores bostezando, dormitando, si esto ya me lo sabía yo, se decían, cuando el charrito hizo magia para insuflar vida a los mortecinos mostrencos de Vellosino. Su lote, tal vez contagiado del ánimo del lidiador, se movió más y mejor. O tal vez sea la diosa Fortuna, con sus caprichos, que siempre le pone a Juan un toro de triunfo en su Glorieta.
El caso es que Juan del Álamo maquilló la ruina. Su capote, de brocha. Su muleta, de rodillo. Y su ambición, de apisonadora. Aquello parecía otro sitio cuando Del Álamo se ponía en marcha. Que sí, que se los pasa por allí, que el cabezazo, que lo que tú quieras. La clave está en que cuanto más rudo se muestra, más calientes se ponen los públicos. El movido, obediente y simplón tercero los aprovechó de rodillas, de pie, por delante y por detrás y cuando quiso ponerse bonito y templado al natural, la gente desconectó. Por eso Juan volvió a su lío, donde de verdad los cameló.
Con el sexto, con la tarde convertida en escombros, salió un grande, guapo de cara, de prominente morrillo y huidiza actitud. Jonny, Juan en los carteles, se puso a correr tras él como invirtiendo papeles, echando mano de otra de esas máximas: “cuando el toro no embiste, que embista el torero”. El banderillero Jarocho, en medio de la locura, bajó el capote y, entonces, Madrileño descolgó su testa, empujó los vuelos y cantó su condición de toro de clase excelsa. Juan del Álamo bajó pulsaciones, dibujó dos verónicas como las que antes ya había enseñado Morante y las remató de rodillas en los medios.
El edificio en ruinas y, entre sus manos, material para crear una gran obra. Aunque sea con chapa y pintura. Y a fe que lo consiguió. Del Álamo agarró las banderillas, como nunca hizo antes, las clavó, vio a su plaza en pie embelesado y el toro lo arrolló contra las tablas. Pudo ser un drama y quedó en pasaje épico. Luego, maltrecho, tan tullido y aturdido como cuatro de los cinco vellosinos anteriores, clavó las frías con solvencia y lucidez. Con media puerta grande, con almíbar del bueno enfrente, con la gente pidiendo éxito, Juan del Álamo volvió a ser dos, el del torear según los cánones sin decir nada o el de soltarse el pelo para darse al bullicio. Y fue en lo segundo donde logró su triunfo, con una espada a medio gas.
Maquillaje, bien de pote para tapar tanta grieta, tanto toro tullido, tanto torero acomodado esperando a que salga el de carril mientras son, y esto es lo peor, sabedores de que el fiero y temido por allí no ha de salir. Con Manzanares ya ni se enfada la gente. Ni defrauda, como si esperase también el público a que saliese el de carril y de no ser así dar por perdidos los 50 euracos de la entrada mientras derechea a metro y pico y propina naturales con el estaquillador en modo palo selfie. Con Morante, sin embargo, que dejó alguna media, algún derechazo por la faja, alguna trinchera de cartel y dos pinchazos a lo Romero, los públicos se ponen rabiosos a la menor.
Lo dicho: “los de valor, mandar; los de arte, a acompañar y los de raza, a maquillar”. Enhorabuena, Jonny, Jonathan Sánchez Peix, Juan del Álamo en los carteles.