Cuentan que fue Juan Belmonte quien le dijo a Marcial Lalanda aquello “Dios te libre de que te salga un toro bravo”. No se le va a olvidar a Roca Rey, que bien se la puede aplicar tras vérselas con Capitán, un toro que se comía la muleta por abajo, haciendo surcos con el hocico, que derrochó ritmo, que acudía presto y pronto con galope y que, cuando Roca le bajaba la mano, lo templaba y lo conducía en curva se reducía y seguía los vuelos hasta el final a ritmo lento, más humillado aún y marcando con las puntas. Una delicia de embestida que puso en un brete a la joven figura.
Iba la tarde por la deriva del triunfo de pega, ese de oreja a la voluntad si hay compostura y espada certera porque los dos primeros de Garcigrande sacaron nobleza, pero ausencia de verdad y de clase. Tanto Ponce como Juli los trajinaron con oficio y como Ponce sí acertó a espadas pues le dieron una orejita. Fue entonces cuando saltó Capitán a romper la tarde. La tarde y los moldes, porque Capitán sacó la excelencia hecha embestida. Roca Rey se dio cuenta pronto de que el hermoso y bajo colorado era de triunfo y por eso se empleó en un ceñido, estoico y vibrante quite que intercaló chicuelinas, tafalleras y tejerillas. La plaza, entera hasta los topes, hermosa, se puso en pie.
Luego llegó la noticia: un toro pone en jaque al rey, a Roca Rey. Porque, ante tan extraordinaria embestida, el peruano daba pases y pases, con la derecha y con la izquierda, los de pecho, todo fundamental, y la gente respondía tibia mientras se enamoraba de Capitán y sus formas, de su humillación increíble y de su forma de clavar las manos al llegar al final del trazo para enfrontilar de nuevo la tela y volver a acometer con entrega total. La gente, decididamente, tras tres docenas de pases, bebía los vientos por el toro. La Roca, duro de roer, afinó el oído y, tras sentir el jaque, tiró de su otra tauromaquia, la del cambiado, la regiomontana, el circular, la bernadina cambiada buscando el ay. Y así libró el jaque mientras se pedía el indulto. El presidente no lo concedió por pudor, por cobardía, por haber indultado otro tan solo tres días atrás, como si de ello tuviese culpa Capitán. Roca, tras dos amagos, se tiró tras la espada como un as y amarró las dos orejas con sabor a miel, miel que tapa el fondo agrio de un trasteo donde, en lo fundamental, ganó el toro y de largo.
Luego volvieron los maestros. Ponce tiró, una vez más, de su tauromaquia de toque fuera, muleta en la cara, toreo en noria escondido en la pala, ligazón y postura, y mejor hacia chiqueros porque el castaño de Domingo Hernández tenía su carbón. Lo mató de varios pinchazos, con la misma confianza que había trasteado: ninguna. Juli, por su parte, unas veces molestado por alguna racha de viento intempestiva y fantasmal, otras porque al colorado le costaba y probaba después de cada segundo muletazo, no encontró acomodo. Si acaso, ya al final, dentro de rayas, aprovechando querencias, toques fuertes y mucha voz, puso aquello de puntuar con oreja, pero falló con la espada.
Roca Rey, con la puerta grande asegura para él solitario, bien pudo mostrarse molesto por la falta de ritmo, de empuje y de verdad del sexto. Sin embargo, ahí apretó Roca al máximo y contestó a la frase de Belmonte con otra, la que dice que con el toro medio es con el que se marcan diferencias. Las marcó aguantando parones, miradas, dominando, ciñendo naturales hasta el que el toro le soltó la cara harto ya de sentirse sometido y apabullado. Recordó a Manolete en el epílogo y se tiró a matar en corto y por derecho, de forma magistral.
Tarde de figura que viene a mandar, tarde en la que un Capitán de Garcigrande puso en jaque al Rey del momento, y le abrió una grieta en la plaza de Salamanca. Que no se le reabra en Madrid.
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