Miedo, incredulidad, caos, rabia, enfado, resignación, … esos son solo algunos de los sentimientos que durante estos días han asolado a los afectados por el paso de la DANA en Valencia. Unos sentimientos que conocen bien los miembros de una familia de salmantinos que se han visto golpeados en plena zona cero por las consecuencias del temporal.
Angélica y Miguel, naturales de Villaflores, viven en Picanya, localidad situada entre Torrent y Paiporta y una de las zonas más afectadas por la DANA. Allí también viven sus tíos y primos, todos ellos procedentes de la localidad salmantina. Todos están bien, solo han perdido cosas materiales, pero la desolación y el caos ha pasado a ser parte de su día a día. En enfado también porque, a día de hoy, siguen sin gas, apenas tienen un hilo de agua y no es potable y la normalidad no llega. “Vamos reorganizándonos y asumiendo que esto va a ser muy lento, que la ciudad está perdida y que la recuperación será poco a poco”, asegura Angélica que afirma que “ya se ha hecho la limpieza de las calles, todo lo que manualmente se podía hacer como retirar barro, vaciar casas y garajes, pero hay sitios donde no se puede acceder todavía. La maquinaria llegará cuando llegue”.
Han conseguido limpiar gracias a los voluntarios. “Aquí no hemos visto ni UME, ni ejército, ni nada. En esta zona de Picanya están sacando agua de los garajes unos guardias forestales que han venido voluntarios del País Vasco”. Una situación que genera enfado, rabia e impotencia porque “ves que si no hubiera venido gente de fuera no habríamos podido. Ha sido todo solidaridad pura y dura y nada más”.
Una semana después de la tragedia la vida dista mucho de volver a ser normal. No hay tiendas abiertas, no se puede ir a trabajar, no hay colegio. “El problema es que ha habido mucho caos, entrábamos y salíamos de casa con barro hasta las rodillas”, asegura. Desde el pasado martes su día a día ha dado un vuelco. Esta semana uno de los momentos más esperanzadores ha sido cuando vecinos de Villaflores llegaron hasta la localidad para llevar ayuda. “Han venido desde Villaflores, un pueblo tan pequeño, han tardado 12 horas en llegar con una furgoneta para traer material. Cuando estábamos más bajos de moral vinieron familia y amigos desde allí y eso te sube la moral”, afirma emocionada. “Es el primer día que hablo de esto y no lloro”.
En cuanto a cómo fue el inicio del caos recuerda que el día de la riada mucha gente intentó sacar los coches de los garajes. Ellos viven en un bloque con dos plantas de aparcamiento bajo tierra. Recuerda que repicaron las campanas una vez y la gente vió la caída de la pasarela por la televisión, había empezado la riada y el barranco se había desbordado. La gente empezó a alertarse y las campanas empezaron a repicar constantemente. “la gente estaba como local intentando sacar los coches. Nosotros estábamos asomados a la ventana, pero mi piso da a una plaza interior así que salimos para ver qué pasaba. Venía la riada por la avenida, ya no se podía uno ni asomarse, se había reventado la puerta del portal y entraba el agua dentro del patio. La fuerza del agua rompió la puerta del ascensor”, recuerda.
Su marido estaba trabajando en Chiva “allí había mucho destrozo, pero el agua estaba más limpia. Aquí todo estaba lleno de barro y reventado”, afirma. El problema de sacar los coches de los garajes es que cuando vino la riada se los llevó. “Se hizo un tapón desde el garaje hasta el fin de la calle”. De hecho, el coche de su hermana que estaba allí aparcado apareció a casi 800 metros.
“Nos quedamos sin luz, el portal era un desastre y cuando la plaza interior de nuestro bloque se empezó a inundar nos vestimos, saqué chubasqueros, paraguas y algo de comida y lo dejé todo preparado por si teníamos que desalojar. Esa noche no dormimos nada, no teníamos nada de información y estábamos incomunicados”. Al día siguiente al salir la imagen era dantesca. “Todo lleno de barro, todos los coches volcados, las bocacalles colapsadas,… no he visto algo así ni en las películas”, asegura.
Otra odisea fue llegar hasta la casa de su madre, que estaba sola. “Mi madre vive en un bajo detrás de la vía y mi marido había tenido que pasar la noche en Chiva porque de allí no se podía entrar ni salir. Estaba todo colapsado y hubo un aviso de una posible segunda inundación, así que me fui a por mi madre porque no la localizaba”, recuerda. “Lo que me costó llegar y cómo estaba todo. Cuando conseguí llegar mi madre estaba derrotada, su bajo inundado y me la llevé a mi casa como pude. Nos encerramos en casa, incomunicadas, sin agua, ni teléfono, ni internet, ni gas”. De hecho, en su casa todavía no tienen agua caliente ni wifi.
“Solo ha habido voluntarios trabajando en las calles. Ha venido gente de todos los sitios, chavales de 20 años que han estado ayudando a la gente mayor. Sin ellos todo estaría muchísimo peor”.
En su cabeza queda el ruido. El ruido de las alarmas sonando constantemente el día de la riada, de los coches chocando unos contra otros cuando el agua los arrastraba, los helicópteros, … El ruido constante y una petición, una solución para que esto no se repita. “No pensábamos que esto iba a pasar. Este barranco necesita un plan sur como el que se hizo con el Turia, así no puede estar. El cambio climático provoca este tipo de fenómeno natural, pero hay que tomar alguna medida porque esta no va a ser la última riada. Es un barranco muy grande que se ha desbordado más veces, no está preparado, no está limpio. Hay que pensar un plan que canalice el agua”, concluye.
En cuanto a su estado de ánimo ahora, afirma que “el ánimo sube y baja, estamos muy nerviosos y muy cansados, pero vamos asumiendo que esto va a durar. Hay como mucha resignación, además del enfado y el miedo, que eso no te lo quita nadie”.