En medio de la implacable ola de calor que sin atisbo de piedad asola la provincia de Salamanca este mes de agosto, el paseo entre perdices de cría que aguardan en cautividad su paso a la 'mayoría de edad' puede resultar una experiencia casi mística. Lo parece por lo épico de su escenografía. El suave rumor que anuncia con sosiego la presencia de un tranquilo pero nutrido grupo de ejemplares que picotea distraído en medio de un voladero, se torna en menos de un segundo, como si una chispa se prendiese junto a kilos de pólvora, en un ensordecedor estruendo generado por miles y miles de parejas de alas batiéndose al unísono con la desesperanza de quien, por un momento, siente en jaque su misma vida. Es sobrecogedor.
En esencia, las perdices son animales de presa y su naturaleza, forjada a lo largo de generaciones y generaciones de existencia como parte de un ecosistema concreto, las obliga a permanecer alerta. A vivir con el miedo a ser devorados como única herramienta para no acabar, en efecto, siéndolo. Y sin saber del todo por qué, pues no es su propia experiencia como individuos, sino el código que viene impreso en sus genes, lo que mueve la instantánea turbina de su instinto. Cuentan sus cuidadores en La Viña, en pleno corazón de la comarca peñarandina, que al sobrevolar por allí algún ave rapaz, las perdices primero emiten un piar especial, como alertándose entre sí, para guardar después un sepulcral silencio.
Al franquear la verja, debidamente engalanada con el nombre de la finca y dos ejemplares de perdiz esculpidos en metal que ejercen como honoríficos guardianes, aparecen para saludar con presteza quienes verdaderamente cumplen con dicha función. Dos majestuosos mastines leoneses de imponente envergadura que guardan la viña, nunca mejor dicho, y que además pastorean un exiguo rebaño de apenas cuatro o cinco ejemplares de ovino. Curiosamente, estas ovejas campean por allí con el noble objetivo de limpiar la zona de hierbajos y liberar así de un trabajo, que resultaría ímprobo, a los esforzados empleados de la granja. “Son la 'roomba' del campo”, bromean entre risas.
Del textil al plumaje
Los hermanos Blázquez, Alfonso y Juan, regentan al 50 por ciento la granja cinegética La Viña, en el salmantino municipio de Macotera. Rememoran para Ical los tiempos en los que empezaron por hobby, como una actividad íntimamente ligada con su pasión primigenia, la caza. “Cuando estábamos tirando y encontrábamos alguna perdiz herida, la curábamos y la dejábamos en un pequeño parque que habíamos hecho en una casa vieja”, comenta Alfonso. “Nos gustaba ver cómo ponían, cómo sacaban los pollos y cómo se reproducían en cautividad”, rememora su hermano. Más tarde, fueron capaces de manufacturar una incubadora casera e incrementaron la cantidad de ejemplares. “Ya teníamos por entonces 100 o 200 pollos”, cifra el mayor de los hermanos.
En esa época, la cría de aves permanecía como una actividad más ligada a su tiempo de ocio, puesto que su labor principal era el comercio textil. No en vano, los dos hermanos pertenecen a la tercera generación de comerciantes de su familia y aún poseen negocios en el pueblo. Según recuerdan, como parte del anecdotario, fue una inesperada visita de la Guardia Civil a su austera instalación de aficionados lo que acabó por animarles a abrir su granja. “Alguien dijo que teníamos perdices en cautividad y tuvimos una inspección. Llegaron allí y, cuando vieron lo que era, no nos dijeron nada. Al contrario”, cuenta Alfonso. Entonces tenían apenas una decena de parejas y solían regalarlas o soltarlas por el campo.
Sin embargo, aquella visita de la Benemérita fue acicate suficiente para plantearse adaptar su actividad al mercado regulado y complementar así su labor en el sector del comercio textil. De este modo, y espoleados por unas subvenciones publicitadas por la Junta de Castilla y León que se propuso en esa época impulsar la ganadería cinegética, incluida la avicultura, decidieron invertir en profesionalizar su hobby a principios de la década de los noventa. Empezaron con un centenar de parejas, ahora tienen unas 100.000. La progresión en tres décadas, multiplicando por mil su extensión, es cuanto menos notoria. Fue una de las 14 granjas que se abrieron entonces en la provincia charra, a las que había que sumar las que iniciaron su aventura en Ávila y Valladolid.
Auténtica perdiz castellana
Así se trasladaron a una viña, propiedad de su padre, y construyeron allí una nave. De ahí, por cierto, el nombre de la finca. “Vamos a la viña, decíamos todo el tiempo, así que así se quedó”, especifica Alfonso Blázquez. “Era una maravilla ver a los pollos corretear entre las parras”, recuerda con cierta nostalgia, revelando que las propias aves acabaron con las cepas. “Pican la corteza, entonces la savia no pasa y se secan”. Eso sí, aunque ahora es un terreno yermo, el nombre lo conserva. “Nuestra idea es comercializarlas para la caza. Es una granja como otra cualquiera, pero las criamos de otra forma. Nos importa si tiene guapa la pluma, si tiene buen color”, resume.
En esencia, tratan de cuidarlas al máximo para que "vuelen bien” y que “sean los más parecidas a las de campo”. De hecho, su genética es “auténtica perdiz de Castilla”, en un linaje que arrastran desde su inicios a finales de los años ochenta. “Empezamos vendiendo a los cotos por aquí del alrededor. Uno te compraba 20, otro 30. Luego hemos ido ampliando y hemos tenido que ir a cotos ya más grandes, intensivos, que son fincas que nos compran las perdices, las sueltan y a la semana o 15 días, los cazadores van, las ojean y las cazan. Son siempre para caza”, incide Alfonso.
La actividad ha permanecido, por el momento, tres décadas en marcha. Según explican, es una labor próspera, pero “no te hace rico”. “Quedarse con un negocio en un pueblo es porque te gusta el pueblo. Nosotros nos hemos quedado aquí porque nos gustaba salir de la tienda y tomarnos un vinito a medio día, porque nos gusta tener perros, y nos gusta la caza. Ni mi padre se hizo rico, ni mi abuelo, ni nosotros, ni ninguno de por aquí. Si nos hubiéramos querido hacer ricos, nos hubiéramos ido a Madrid o a Cataluña o a cualquier otro lugar con otro negocio. Yo tengo mi casita y un todoterreno que tiene ya 22 años. Y si me quiero ir a comer un día a Salamanca, no tengo que pedir a nadie explicación”, resume. La tranquilidad que transmite no es baladí, pues cifra en un 70 por ciento las pérdidas que acarreó la pandemia.
Faisanes franceses
Poco más allá, a apenas medio kilómetro de distancia por un camino empedrado, se ubica otra granja cinegética. Tendida en una ladera, luce imponente desde la entrada. Las redes de los voladeros y las verjas sirven de perímetro al coqueto recinto. Guarda semejanzas con la instalación vecina, aunque los moradores no son perdices, sino faisanes, “para no hacer la competencia”. En la puerta, espera Nicomedes Villoria, el dueño de la granja Don Faisán. Dejó los bártulos de músico de verbenas hace poco más de 15 años y se enroló en la actividad cinegética. Por eso que dicen de que “si trabajas en lo que te gusta, no trabajarás nunca”. También empezó por hobby.
“Desde niño me gustó la avicultura. Luego me dediqué a otros asuntos, pero mi afición era tener pequeñas incubadoras con las que criaba algunos faisanes, perdices, colines de Virginia y codornices. De todo un poco. Luego, como criaba ya un poco más, empecé a vender a alguna gente. Y así...”. Según explica, en la granja se dedica, básicamente, a criar animales para caza y repoblación de cotos donde no existe. “Nosotros compramos los pollos en Francia. Los franceses en avicultura son lo mejor del mundo”, valora el granjero.
Como a sus vecinos, la explotación no le da para hacerse rico, solo “para pagar las facturas”. Acude a cada mañana a eso de los 8.00 horas para empezar la labor. Ahora, con el calor, está incluso desde un poco antes y en apenas dos horas lo deja todo hecho para evitar los rigores del estío en su punto más álgido. Nico disfruta con su empleo aunque afronta con pesar la inconveniente paradoja que supone que su profesión, la de repoblador de cotos, le impida disfrutar de su afición primera, la caza. “Ahora resulta que los días que se va a cazar, los sábados y los domingos por la mañana, es cuando tengo que llevar los animales a los cotos y no puedo ir”, lamenta.
El ciclo
La estancia de los ejemplares de faisán en la granja de Nico oscila desde su primer día de vida, tiempo invariable, hasta pasados los tres meses, cuando su ojo de buen cubero le sugiere que es hora de partir. Con 24 horas de vida entran en lo que él llama "las habitaciones". Unas estancias cuya temperatura óptima alcanza los 35 grados gracias a que están calefactadas. “Es la ley de oro para mí”, incide. Les da un pienso especial de iniciación y vigila con mucha atención durante los tres primeros días, ya que “es cuando te puede venir la ruina”. Según comenta, vienen con el vitelo y si a las 72 horas no han comido, se mueren. “Hay que saberlo hacer”, manifiesta.
Julio es un buen mes para criar porque hay altas temperaturas. Cuando han pasado entre 12 y 14 días, saca por la mañana los pollos al preparque y los mete cada noche. Mientras, les aplica un tratamiento determinado. “Cuando veo que va llegando la hora, les suelto al parque grande, los voladeros, donde ya aprenden a volar. El objetivo es que sean muy salvajes y estén en buenas condiciones físicas y sanitarias para que los señores del coto los puedan disfrutar”, resume. Nico explica que el mayor problema que pueden dar los faisanes, enfermedades aparte, es que se pican entre ellos y pueden llegar a matarse. “A los dos meses y medio tenemos que ponerles unos protectores en el pico y vamos uno por uno. Estamos tres tíos, ocho días”, reconoce.
Como esta circunstancia se suele dar por el mes de septiembre, es entonces cuando aprovechan para separarlos por sexos. Los machos van a un voladero y las hembras al otro. “Hasta que se hacen grandes y bonitos y es entonces cuando los vendemos. Luego, si tienen buena calidad, los clientes repiten. Si vendes bazofia, te llaman una vez y no te vuelven a llamar. De aquí salen buenos faisanes porque yo esto lo mamé desde chico y le tengo pillado el 'rollo'”, concluye. A menudo, tras finalizar su labor diaria, este granjero macoterano se retira a un huerto que tiene en una propiedad aneja donde continúa produciendo al estilo de vida campestre, generando arraigo en los pueblos y conteniendo la despoblación.
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